sábado, 10 de febrero de 2018

MEMORIAS DE INFANCIA (I): LA CASA DE LA ABUELA.




(Visión parcial de la Calle Escuadra, en Albox)



 
 Me nacieron en el número 6 de la calle Escuadra, una corredor humilde que asciende con forma de tal y en cuesta hacia el Barrio Alto. Fui el sexto hijo de nueve que trajeron al mundo mis padres. Llegué a él tras cinco hijas, mis hermanas mayores, aunque una de ellas falleció en los primeros meses de vida. Años más tarde escuché decir a los adultos que yo había sido un hijo muy esperado porque mis padres, supongo que especialmente mi padre, anhelaban la llegada de un varón. De la hermanita que murió, apenas si se hablaba en mi casa y de la hermana que me precedió decían que fue sietemesina y que era tan frágil que solían ponerla entre algodones. Ignoro si llegué a cumplir el año de edad cuando nos trasladamos a la casa de La Cañada, ubicada en un barrio de viviendas sociales construidas por el régimen de Franco. Mi nueva calle se llamaba "18 de julio" y, en el número 3 de ella, vinimos a dar. En esta casa nacieron, pues, dos de mis hermanos.
   El número 6 de la calle Escuadra era la casa de mi abuela, la cual tenía dos hermosas plantas y un gran patio que daba a la parte de atrás. En la primera planta, al entrar y a mano izquierda, estaba el dormitorio y la sala de estar de la abuela. Era una estancia amplia, de paredes enyesadas y pulcras, con losas de terrazo adornadas de figuras geométricas. Pegada al ventanal de la alcoba había una mesa de camilla. La abuela pasaba las largas tardes de invierno al calor del brasero de picón, que removía según necesidad, haciendo interminables solitarios y mirando la gente que pasaba por la calle al volver de los bancales o realizar sus recados. Frente a la entrada estaba el comedor, con buen y amplio aparador, finamente tallado, la mesa de mármol y las sillas, un hornillo de gas en donde cocinaba a diario su comida y algunos sacos mediados de legumbres con otras viandas como azúcar o chocolate, las cuales eran la expresión menguada del pujante comercio de alimentación que en otro tiempo había regentado. Una de las puertas del comedor daba al ancho patio de la casa y la otra daba entrada a otras dos acondicionadas habitaciones que en un tiempo debieron ser alcobas, pero que en mi infancia no las recuerdo habitadas.
  En el patio empedrado había fértiles y floridos geranios, vecinos de las largas hojas verdes de las aspidistras y otras plantas muy comunes entonces en las casas. Una amplia cocina, que apenas si era usada por la abuela, daba al patio y a la parte de atrás, junto al excusado y a las cuadras donde, en los mercados de los martes, acudían las gentes para dar cobijo y alimento a sus cabalgaduras. Una enjuta escalera de barandal y escalones de yeso y ladrillo daba acceso a las cámaras. Siempre permanecía en penumbra y por su aura de misterio ascendía yo en los días de mi infancia en busca de no sé que sorpresas que la abuela habría ido almacenando en cajas de cartón o sobrios baúles de madera. Las más eran de antiguos ropajes en no mal uso, periódicos y cartas comerciales con sellos de correos de la República o billetes sin uso de la misma época o de la guerra civil, acuñados por el municipio.
   ¡Cuántas horas de mi infancia recuerdo haberme pasado en aquella habitación que estaba al final de la escalera, perdido y deslumbrado por cuanto me rodeaba, a la expectativa de fabulosos hallazgos! Al menos otras tres habitaciones había en aquellas cámaras. Una de ellas fue la alcoba de uno de mis tíos, que bebía anís "Las Cadenas", fumaba bastante y pasaba sus horas de descanso leyendo periódicos y revistas que yo ojeaba en su ausencia. En la parte posterior de las cámaras había un pequeño gallinero, el cual albergaba también algunas conejeras para el consumo interno o la venta. Desde el gallinero se podía ver el bien cuidado huerto de la casa vecina, propiedad de una señora adinerada, poblado de árboles frutales y pájaros que alegraban los días de mi infancia. Entre conejos y gallinas, admirando los frutos de los árboles del frondoso huerto vecino, adivinando los pájaros ocultos entre las hojas y las tupidas ramas, me pasaba muchos ratos de soledad que habrían de fecundar mi alma y mi memoria.


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



   

No hay comentarios:

Publicar un comentario