domingo, 19 de marzo de 2017

FRAGMENTOS DE INTERIOR (2).



("Semana Santa", de Cristina García Rodero)


                                                                              4


Pájaros oscuros, pájaros del aire que venís a picotear mi corazón amordazado; grillos violinistas y mariposas alicortas que sobrevoláis el arpa de este corazón que vibra con la armonía del universo: yo os invoco ahora, dóciles arpegios, clave de sol, ángel custodio que presides la estancia del difunto amortajado, manos que han dispuesto los sudarios, ojos que no han cesado de verter las lágrimas… Violines, chelos, música nocturna que no cesa y clama en el silencio de la bóveda celeste constelada: hundid, profundizad en la llaga del silencio que ahonda en mis entrañas y es ya un clamor germinal y fecundo, una algarabía lunar, una demencia rítmica que me aturde, que me embriaga, que me hace trizas, que me obliga a danzar y me hace caer, deshilachado y roto, sobre la tierra que me sostiene.



                                                                            5

La ondulación. El movimiento de las olas. Este ondulante ascender y descender tan moduladamente, tan cadenciosamente, tan armoniosamente. Este intentar respirar y expulsar el aire, este vivir y desvivirse, este expandir los ojos a la claridad e intentar cerrarlos a la oscuridad. Este dejarse anegar, este dejarse inundar, este dejarse llevar por la corriente. Este abandonarse, este despojarse, este desnudarse al sol y aguardar que a que se obre el milagro de la luz y su calor te fecunde. Este saberse mortal y no admitirlo, este aspirar al aire, este alcanzar con la mano el firmamento, este don de sueños. Este menguar de alas, esta sepultura de la inocencia, este entierro de aquel niño que fui. Este terco corazón que se resigna y duele. Este morir de vida y esta vida en la muerte.


                                                                           6

 ¿Qué esperas ahí, mirando al cielo? Toda la noche estuvo contemplando la bóveda celeste y, ella, las trémulas luciérnagas sumidas en el silencio de la oscuridad envolvente. No se cansaba de mirar. Toda la noche permaneció, incólume, perseverante, obcecado en íntima oración, en comunión perfecta. Toda la noche insistiendo en la Vía Láctea hasta que el lucero de alba le avisó de su desmesura. Aquel que se replegó sobre sí mismo y permaneció sumido en íntima oración mental toda la noche, navegó por mares y océanos de galaxias y viajó por el universo sin moverse ni un ápice de su lugar. Si levitara, no fue consciente del desplazamiento de la material corporal. El vestido de harapos, el de cráneo espejeante, el bienaventurado.


                                                                                     José Antonio Sáez Fernández.


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