miércoles, 9 de marzo de 2016

LOS LATIDOS DEL CORAZÓN.





   Ah, corazón, cómo me dueles, cómo me estás doliendo... Si yo tuviera las cuerdas del violín, vibraría en tus manos y tus labios serían mi último estertor. Ah, corazón que lates con la fuerza del huracán en el silencio de la noche en llamas... Si tú calzaras zapatillas de baile, danzarías para mí y la gracia de tus movimientos embelesaría mis pupilas hasta rayar el asombro. Ay, corazón, cómo me sajas las entrañas en este espacio de sombra en que escucho el vibrar de las cuerdas de un arpa sostenida en el aire. ¿Dónde tu voz tan dulcemente acompasada en los silencios? Si acaso yo me derrumbara, tú me alzarías del polvo como el ave impulsada por las manos que la retienen y que, en abriendo sus alas, se remonta en el azul más vigoroso, batiéndolas ya libre y una con el viento. No me tortures más. Ve que ando tras de ti como las hormigas van en hilera; yo, el más fiel y sumiso a tus dictados. Ay, alma mía, cese ya este lacerante dolor que me saja por dentro. Dime que vendrás a mí desde las corolas perfumadas de las flores de nuestro jardín y que su perfume me avisará de tu llegada. Dime que esta brisa de paz que avienta las almenas de la torre vigía eres tú misma y que te dejas caer sobre mí como cae el rocío sobre los pétalos de las rosas blancas. Traían crisantemos las doncellas, portaban ramos de crisantemos las más jóvenes y las adolescentes lanzaban desde los balcones pétalos de flores a mi paso. Tejiste para mí una alfombra de pétalos, un camino alfombrado de pétalos humedecidos. Nunca una sandalia pisó tan gozosa el suelo ni el pie se alboreó de tal manera...
   Cese ya tu canto melodioso, oh cruel que así castigas mi oídos llegando a mi pensamiento con la seda de tus manos que acarician mi rostro. ¿De dónde esa melancolía que endulza esta nostalgia? Ve que el anciano tiembla en mí y que su larga barba encanecida es la majestad que andabas buscando. Mira que cae la tarde y se pone el sol, pero tú no podrás contemplar el ocaso. Ofreces ante mí la belleza, pero yo nunca podré verla. ¿Habrá mayor crueldad para el ciego que no poder avistar la hermosura que intuye ante sí sin abarcarla? Cese, pues, mi tormento. Cesen las cuerdas de los violines que laceran mi corazón. Cesen las campanillas en ese son de tus tobillos. Cese esta agonía por que me desangro y se hace insoportable esta suerte de lenta muerte programada. Rózame, aunque sólo sea con el ala de un ángel. Dame el golpe de gracia y dime que me amas.


                                                               José Antonio Sáez Fernández.


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