sábado, 26 de marzo de 2016

EL ALMA DE LOS PÁJAROS.






   ¡Esa vieja chiflada que alimenta los pájaros del parque!... Enviudó y hace ya más de treinta años que vive sola. De un tiempo a esta parte comenzó por descuidar su indumentaria y creo que también su aseo personal. No resulta raro cruzarse con ella por las aceras y comprobar que camina susurrando, incluso hablando consigo misma; abrazándose a veces a los árboles, ubicándose bajo ellos con tal de acaparar su sombra o vislumbrar los pájaros que trinan ocultos entre en el enramado, tal su demencia. Mas nunca fue agresiva, todo lo contrario: no se mete con nadie. Sonríe a los niños y se queda mirándolos con ojos de ternura, aunque ellos desconfíen. Le pesan ya las piernas y a veces se sienta en los bancos que hay en los anchurones de las aceras, junto a los frondosos árboles que prodigan su sombra. Arrastra las suelas de sus zapatillas raídas, cuyo color no adivinas, aunque debieron de haber sido negras, como negra es la pena que lleva ella a sus espaldas y que le hace enlentecer, ir tan despacio como las aguas en el estuario del río que va a entregarse al mar. Va siempre cargada con varias bolsas donde se adivinan trozos de pan duro que ha humedecido, arroz quizás o algunos restos de comida. Esa vieja, que se encamina pesada y torpemente al parque porque no puede con sus piernas, va a alimentar a los gorriones; los cuales se esconden con gran algarabía entre las ramas de los árboles umbríos. Ya la artrosis inflama sus rodillas y las heridas del corazón hinchan las plantas de sus pies, por lo que éstos casi no caben en las zapatillas que calza a modo de chancletas.




   La conoce el banco del parque donde deja caer el peso de los años su soledad anchurosa, su pobreza sublime, su ternura de abrazos, la generosidad de las manos que prodigan las migas de pan humedecido, los restos de arroz o de comida que picotean con fruición las avecillas. Permanece allí, rodeada de pájaros que hasta se atreven a comer en las cuencas de sus manos, de sus dedos gordezuelos y arrugados, a posarse en sus hombros cubiertos por la gruesa chaqueta de lana que, en invierno, la protege del frío helado que baja de la sierra cercana, cuya nívea blancura resulta cegadora en los días de luz. La conocen los árboles que la cobijan y a los que no importa que abrace sus troncos, que husmee curiosa entre sus ramas en busca del refugio de los últimos pájaros huidizos, como si los desnudara o como si fuese a descubrir sus vergüenzas.  La conocen los pájaros del parque que visita a diario, porque su alma es cobijo de pájaros y en ellos atisba su más locuaz desvalimiento. Esa vieja chiflada, esa pobre vieja indefensa que va pregonando por ahí su desamparo, que carga con su soledad de siglos y su pesado cuerpo como un cristo roto con su cruz a cuestas, camino del Calvario... no vino ayer y, en seguida, los pájaros se fueron a buscarla. Nunca se vio tal cúmulo de aves caer sobre el patio de su casa donde la hallaron muerta, acurrucada junto a las losas rústicas del piso, color de la misma tierra. Sólo los pájaros en bandada acompañaban el coche fúnebre en su entierro y en enterrador puso sobre su tumba plumones de algún pájaro; pues a falta de flores, ella quería irse con sus almas gemelas, portando la suya en las alas de un pájaro. El alma de los pájaros está en el vuelo.


                                                                              José Antonio Sáez Fernández.



   

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