miércoles, 4 de febrero de 2015

GLORIETA DE LOS MAGNOLIOS.





   Remas en la corriente de la vida, ese río que va a dar a la mar. Pasaste, niño, por la infancia y fuiste la inocencia, el candor, la pura claridad de quien se asoma al mundo por una esquina de la calle, apenas sin ser visto. Eres la góndola que mecen las olas en su vals y vas a la deriva de las aguas fluyentes. Eres las aguas que discurren y eres el curso mismo de las aguas. Ellas te conducen y te dejas llevar. De cara siempre al cielo, cal viva tus ojos incendiados por el lucero del alba, cal en las paredes de tu alma, cal en la fachada de la casa encendida y en la cancela iluminada donde se escuchan los gritos de los niños que juegan, el bullicio de los niños que gritan y se alejan en la niebla cada vez más difusa de la memoria en llamas. 
   Has venido a verme, río de la melancolía, aguas arriba de la tristeza. Has venido a verme hoy precisamente que la nieve cubre el portal de la casa y resbala el tiempo invernal sobre el cadáver de los erizos atropellados en las carreteras. Íbamos demasiado de prisa, o quizás el erizo cruzaba tan torpemente y tan despacio que no hubo lugar para la maniobra. Erizos atropellados sobre el asfalto, ofreciendo sus vísceras a los cuervos tiznados de la tarde. 
   Ve que pasan nubes oscuras y el sol se muestra como el novio en ausencia de la novia que está por llegar. Ve que se te escapa la vida, que se te van los ojos tras las nubes que pasan. Voy a encender la hoguera de mis manos vacías y voy a frotarlas al calor de estos leños que arden. Voy a decir que veo en las llamas el aliento último de los tulipanes, de los gladiolos que abrazan su soledad como dos cuerpos que gimen largamente en la noche, y su gemido se pierde en el silencio sin que nadie venga a reclamarlo, sin que unos labios se pronuncien, sin que los oídos perciban el rubor de un prolongado beso que quiebre la humedad de las bocas sedientas y expectantes, las cuales aguardan el fin de su orfandad. Rotos, tú y yo, y solos frente a la oscuridad que niega cuanto los ojos no pueden testificar: títeres del destino y sus miserias, material de acarreo que no sirve ni para construir un palacio, ni para levantar una torre, ni para servir una mesa con toda la opulencia de los bienes mundanos.
   Anda, ven, dime que duermes ya. Te pesa el corazón como el plomo derretido del cielo y del mar, que son las lágrimas de los abandonados a su suerte. Ya la orquesta hace sonar las últimas notas en la glorieta cercana, e inician su retirada los melómanos perdiéndose entre las calles desiertas como sombras en la noche espesa.

                                                                                     
                                                                        José Antonio Sáez Fernández.


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