viernes, 24 de octubre de 2014

EN EL OTRO COSTADO.




  

 Esta luz amortajada de la tarde de otoño que entra en el alma como un dardo, como una daga, como una saeta estilizada... Es la blanca mano que se interna en la herida fluyente del costado, donde brota sangre y agua. Son, quizá, los dedos temblorosos que aplican el ungüento en el lugar vulnerable. Es el vendaje extendido en la llaga y colocado por delicadas manos con destreza. Es la lanzada de luz en el costado que cauteriza la herida. Voy hacia esa luz que reconforta y hacia esas manos que consuelan. Voy hacia esos brazos que me sostienen en el desvanecimiento y hacia esos ojos que me adentran en la visión deleitosa y apartada, donde no cabe sino el silencio, el vacío, la nada que alivia en la caída. ¿A qué lugar he llegado siguiendo la trayectoria de este destello que me ciega y me urge hacia él?
   Somos los de la primera y la segunda y la tercera caída. Somos los de la quinta y la sexta y la séptima caída. Somos los de la octava caída y los de la caída continuada y los de las rodillas y los codos magullados. Somos los que apenas pueden sostenerse en pie, somos los de la corona de espinas y los que arrastran su dolor por las calles del mundo. Somos los ángeles desangelados. Somos la fuente de las lágrimas y somos la almunia y el parterre. No pongas sobre mi frente el laurel de la victoria. Teje para mí una corona de agrillos. Voy tras de ti y de la claridad que envuelve tu transparencia, cristal del aire, tenue hilo que hilvanas mi destino, bordadora de nieve, alto cedro del Líbano. Yo en ti y tú en mí. Pues somos uno.


                                                                                              José Antonio Sáez Fernández.



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