sábado, 6 de septiembre de 2014

EL SEPULTURERO DE LOS JAZMINES.




   Con qué amor, con qué delicadeza, con qué cuidado recogía las flores del jazminero caídas a tierra cada mañana. Una a una, con primorosa diligencia, se agachaba ante ellas con respeto, casi como en una reverencia, con la veneración de quien se rinde ante un perfume tan grato a dioses como a mortales. Los pequeños jazmines, como pájaros diminutos, venían a morir sobre el césped o parecían agonizantes de tan lívidos. Fueran quizá blancas mariposas que amarilleaban bajo el sol del final del verano o fueran vilanos atrapados a merced del viento que los arremolinaba, materia ya inservible. 
   Con la parsimonia del ermitaño que no conoce la prisa, los acumulaba en la palma de su mano y, después de acercarlos a su nariz para que la pituitaria percibiera el último aroma que aún los engalanaba, se los llevaba al oído y parecía como si pudiera escuchar su latido intermitente; el latido de un corazón tan débil que era apenas perceptible para oídos hechos al silencio y capaces de captar el más oculto son. Vedle ahí doblar la cintura y agacharse haciendo de sus dedos una pinza para atraparlos y colocarlos cuidadosamente sobre la palma de su mano, acunándolos como a niños moribundos, soplando sobre ellos para infundirles vida y sintiendo su corazón ajado como barco a la deriva en el naufragio de vivir. Era el loco, el sepulturero de los jazmines, el hazmerreír de las gentes burlonas y despiadadas que se había dejado crecer los cabellos ya nevados y la barba tupida en donde, en ocasiones, simulaba plantar las diminutas flores del jazminero a su discreto juicio, esparcirlas al libre albedrío de su inspiración. El que se compadecía viéndolas agonizar indefensas, desvalidas y desamparadas; ignoradas por la insensibilidad de las gentes que las aplastaban al pasar como cascos de caballos en enloquecida carrera.
   Una vez había ido limpiando los bajos y alrededores del florido arbusto, cavaba con dolor un pequeño agujero a no mucha distancia de él y vaciaba el cuenco de su mano dejando caer con lentitud tan leve carga para, poco después, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, ir vertiendo sobre los molinillos de las flores efímeras la tierra que las habría de cubrir para siempre. Daba forma al cúmulo que sobre la tumba se había originado y colocaba en él una recortada madera en la que, con su desgastada navaja, había gravado, previamente, la fecha en que había procedido a dar sepultura a los últimos jazmines del verano. Al elevarse desde el suelo, sus ojos enrojecidos lo delataban y algunos gamberros ocultos le lanzaban piedras entre risas sofocadas por el anonimato más cruel.


                                                                    José Antonio Sáez Fernández.

2 comentarios:

  1. Años llevo esperando este canto a tan bella y tan embriagadora flor.Imbricada en ese hombre incomprendido pero de recias convicciones intelectuales a quien poco le importa que se burlen los energúmenos de su exquisita sensibilidad.Gracias José Antonio por regalarnos tanta y tan buena poesía.

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  2. Gracias a usted, don José Antonio. La vida y esta hora del mundo parecen no dejar lugar para la sensibilidad. La realidad, la supervivencia, el egoísmo, el "sálvese quien pueda" la asfixian. Pero la sensibilidad y la belleza son tan sustanciales para el ser humano como el respirar. Abrazos.

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