lunes, 4 de agosto de 2014

SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO.



(Venus y Marte, de Botticelli)



   Acaso un cuerpo desnudo pudo, extendido en la arena, atraer las miradas indiscretas de quienes languidecían expuestos al sol y a merced de sus rayos. Acaso aquel cuerpo esculpido no fuese sino el refugio de alguna diosa o de algún dios metamorfoseado que mendigaba las pupilas fascinadas de algunos seres extraviados, aquellos que deambulaban por la playa recogiendo conchas marinas, piedras traslúcidas, hermosas piedras de azul, cristalizadas. Si un cuerpo se inclina, si una mano se extiende para tocar la espuma, si unos pies desnudos aciertan a jugar con las olas de la orilla, si unos muslos se adentran voluptuosamente en las aguas como las soberbias columnas de un templo que emerge del fondo del mar y se erige, majestuoso, en el aire hasta tocar el cielo y el sol abrasador es que, ciertamente, hay una diosa o un dios que anda ebrio cortejando los perfiles somáticos de los humanos.
   Un ciego intuye la armónica proporción de los miembros besados por la brisa, mide cada una de las ondulaciones de la espalda y se insinúa en todas y cada una de las cadencias del cuerpo esculpido, expuesto como el de un cristo amortajado bajo la luz cegadora del verano, un cristo en cuidadoso descendimiento, acogido por las manos de quienes suspiran, anhelan y gimen por la desventura de una juventud dilapidada o para siempre perdida. Acaso los perfiles de ese cuerpo lánguido apetezcan los dedos acariciantes de aquellos que los miran con las menguadas pupilas de la melancolía y anhelen la resurrección prometida de la carne invicta. 
   Un dios desciende hasta la orilla en las alas de una gaviota lejana, de espaciado vuelo. Es blanco, tal y como la sábana de un sudario, el aire traslúcido o la sal deslumbrante que se deja ver entre las rocas, las cuales vienen a ser lamidas por la espuma de las olas que exigen su entrega antes de dejarse invadir por ellas. Bien pudiera ser un acto de sumisión y abandono, un espacio dispuesto a la conquista. En tus manos me dejo y me confío a tu destreza y sabiduría, delfín majestuoso que te deslizas entre las aguas con semejante gracia, navegando al costado del gran cetáceo que expulsa el aire en el hondo resoplido de su enorme pulmón, como un brazo de mar, como una lanza de agua dispuesta a herir el pecho de las nubes que se disipan y pasan sin volver la mirada.


                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.

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