viernes, 11 de mayo de 2018

DESTERRADOS.







Estamos aquí para llorar el desamor del mundo, quienes un día fuimos expulsados de nuestra propia patria y ahora, en el destierro, lamentamos nuestra suerte evocando los días felices en nuestra tierra, cantando canciones que nos desgarran el corazón y nos llenan los ojos de lágrimas. Menos mal que estás tú aquí, hermano mío, compañero de ausencias, para que pueda abrazarte, porque ambos tuvimos que salir en mitad de la noche, dejando nuestras casas y a nuestros seres queridos que, en el sueño, ignoraban nuestra desventura por lugares extraños. Ah, cuánto añoramos la tierra que dejamos y con qué saña su ausencia nos desgarra: sus fuentes, sus árboles frutales, sus montañas cubiertas de nieve, la risa en flor de las muchachas mirando de soslayo a los jóvenes que vienen a cortejarlas, la paz en el corazón de los ancianos recibiendo en su cuerpo los tenues rayos del sol que apenas si calienta en los días de invierno, o viendo caer la lluvia con la inmensa gratitud de quien sabe culminado su ciclo y sólo siente dicha por la vida que tuvo.
Quizás podamos regresar un día para morir allí, pues no descansa el corazón que muere en tierra extraña –cantan con voz trémula los bardos y pregonan aedos venidos de otros lares. No se hizo el destierro para quienes aprendimos de nuestros mayores a amar nuestra tierra y por eso ahora la lloramos mientras cantamos sus bienaventuranzas con el corazón encogido y las gargantas agarrotadas.
Tierra de leche y miel: quién pudiera llenar sus puños preñados de ti y, ya cerrados, fuertemente apretarte. Dulce tierra besada, regada con nuestro sudor y el de nuestros antepasados, fertilizada con su sangre y con nuestro dolor: ¡Cómo no habríamos de regresar un día a mirarnos en los ojos de las muchachas enamoradas, a degustar nuevamente tus frutos, a beber de tu rojo vino entre risas y lágrimas, para mirar de frente y sentir el aire que baja hasta los valles y la nieve derretida que hace fluir el agua fresca y clara de las fuentes, corriendo por las acequias, acunada en las cuencas de las manos para limpiar los rostros fatigados por la faena! ¡Y qué mal dolor es éste, qué llanto amargo, qué feroz esta herida que nos desgarra el pecho como si hubiésemos muerto alanceados en la batalla o atravesados por la espada implacable de nuestros enemigos!
Estamos aquí los que hemos venido para llorar el desamor del mundo, el destino fijado de los desheredados, mientras divisamos a lo lejos la línea del horizonte y contemplamos las arenas del desierto que nos cerca, en donde hemos sido confinados por amor a nuestra patria, la de los verdes valles y los ríos que fluyen sus aguas hacia el mar de un azul esmerilado.

                                                            José Antonio Sáez Fernández.

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