jueves, 10 de mayo de 2018

CORZA ENAMORADA.






   
   Entra en mí y empápame de ti, pues soy como tierra esponjosa. Déjate atravesar por quien llega como el ansiado para tomar asiento y acampar en tu alma. Si tú vinieras desde más allá del océano o desde el firmamento cubierto de algodonadas nubes, yo te daría libre acceso hasta mi corazón gozosamente henchido por tu llegada. Porque tú eres el sol ardiente que hiende las entrañas consumidas por amor a tu nombre y yo estoy a la espera de ser fecundada. No acerques tus labios a mi boca porque quema tu aliento y son fresas mis labios dispuestos a tu mordaza. Como los de la gacela son tus ojos, corzo que triscas por los roquedos y yo ando prendida a ti, alelada tras tu porte magnífico. Nos adentramos en el bosque y allí ramoneamos la hierba a los pies de los árboles soberbios, cuya frondosidad nos encubría. Sus troncos se alzaban como columnas sobre nuestras cabezas tal si fuese el templo de Salomón quien nos cubriera, la bóveda celeste, los siete cielos por los que se filtraba la luz espejeando en el palpitar de las estrellas que nos hacían señales. 




   Nadie conoce el secreto que me conduce a ti, cervatillo de incipientes protuberancias con que adornas y coronas tu sien; así el rey sentado en su trono impartiendo justicia ante sus súbditos, que doblegan su cabeza y se postran ante él. Pues que andas en el cortejo, te exhibes y preparas la lid con otros gamos que te disputan el apareamiento. Nadie como tú me muestra su elegancia y se pasea tan altivo entre los arbustos. Nadie arremete contra sus adversarios con tanta decisión y valentía sin mostrar la más leve queja, poniéndolos en fuga, persiguiéndolos tú tras de su huida. No diré que lamí tus heridas y que recosté mi cabeza sobre tu pecho ardiente para escuchar los latidos exultantes de tu corazón que latía acompasado con la fragilidad del mío. Ni diré que reposamos sobre la hierba fresca para refrescar el sofoco del sol de mediodía. No diré tampoco lo que en secreto susurraste a mi oído y cómo me confié yo a ti y fui arcilla en tus manos. Ni revelaré tampoco la dicha que me cupo cuando la luz de la mañana iluminó tu cara.



                                                                          José Antonio Sáez Fernández.



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