viernes, 15 de septiembre de 2017

UN CUENTO DE MAX AUB SOBRE LA GUERRA CIVIL EN ALMERÍA.








   Max Aub fue un escritor español, nacido en París y fallecido en Ciudad de México (1903-1972). Hijo de padre alemán y madre francesa, vivió en Francia hasta 1914, en que se trasladó con su familia a Valencia. Empleado en actividades comerciales recorrió toda España y estuvo en el extranjero (Alemania, Francia, Rusia) para dedicarse luego de lleno a la literatura.
   En una primera época escribió unas piezas teatrales vanguardistas: El desconfiado prodigioso (1924), Espejo de avaricia (1927), Narciso (1928) y la novela Luis Álvarez Petreña (1934).
El estallido de la Guerra Civil lo sorprendió en Madrid, siendo enviado poco después como agregado cultural de la embajada española en París. En 1938 fue nombrado en Valencia secretario del Consejo Nacional del Teatro y, al final de la contienda, se exilió en Francia, desde donde fue deportado a Argelia en 1941. En 1942 se trasladó a México, donde permaneció hasta su muerte, exceptuada alguna visita que hizo a España. En ese período último realizó la mayor parte de su obra, en la que destaca la serie de novelas que lleva el título genérico de El laberinto mágico: Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951), Campo del Moro (1963) y Campo de los almendros (1967). Escribió además las novelas Las buenas intenciones (1954) y Jusep Torres Campalans (1958).






—Y además no hables mal de Almería, porque no la conoces. A mí me gusta. Por lo menos me gustaba, ahora la habrán puesto a lo moderno. ¡Había unas casas de putas que daban gloria y el mejor cante de Andalucía!
El Cabezotas se ríe.
—¿De qué te ríes?
—De que ni es Andalucía ni nada y que eso es de allí. Y me estaba acordando de Escobar[1], uno que era brigada al empezar la guerra: el que ganó Almería.
—Nunca la perdimos.
—Pero estuvimos a punto.
—A punto se está siempre.
—La verdad es que dependemos de bien poca cosa.
—Según se mire. Somos una combinación de voluntad y azar. Mitad y mitad.
—Pareces de Bilbao...
—Claro que si tu padre no hubiera conocido a tu madre...
—Tú lo has dicho: el padre, la voluntad; la madre, la casualidad.
—O al revés.
—Entonces no hay por qué preocuparse.
—Según; y nos fusilarán o no, según las ganas que tengan.
—Algo más que ganas será.
—A lo mejor el jefe del pelotón que te toque es de tu pueblo y te deja libre.
—Si lo crees así, la astrología te lo haga bueno.
—No hables de lo que no sabes.
—Te desafío que salgamos afuera una noche clara y mires durante diez minutos las estrellas. En el campo, claro está, y no te sientas confortado con el gran manto. Por lo menos a mí, el mirar las estrellas...
—Te hace recordar al Caudillo.
—¿Quién te lo dijo, adivino?
—Me han hecho creer en ellas.
—No de la manera que lo dices. Pero me confortan, me reconfortan; es lo único que he sacado en claro de la guerra.
—Lo malo es que está lloviendo.
—Cerca del mar nunca se ven bien las estrellas.
—Pues aviados iban los marineros.
—No te he dicho en el mar sino en la costa. El mar, la alta mar, es tan buena como el campo en noche serena.
—Así que, a ti, ¿las estrellas te dan confianza?
—Sí. Allí hay algo. Algo más que en esta cochina tierra.
—¿Cochina tierra, Alicante?
—Cuenta lo de Almería.
—Allí fue como en casi todas partes el 18 de julio del 36. El Gobernador Militar[2], al pairo, esperando. Comprometido, pero esperando. Dando seguridades de su lealtad a la República, al Gobernador Civil[3] y, por otra parte, esperando órdenes, en ese caso del Capitán General, es decir de Granada.
—¿Y cuándo los de Granada se sublevaron?
—Intentó declarar el estado de guerra, detener al Gobernador, etc.
—¿Y?
—El Gobernador se resistió[4], en general, como todos.
—¿Qué tiene que ver ahí la suerte?
—El Gobernador, fundándose en nada, por chiripa, aseguró que el gobierno le enviaba refuerzos, que lo iba a fusilar si se atrevía a declarar el estado de guerra; y le llegaron los refuerzos de donde menos podía suponerlo: de Granada.
—Allí, en Armilla, que es donde está el campo de aviación de Granada, los aviadores fueron los únicos que permanecieron fieles a la República -hablo de cuerpo armado, así, en general. Los demás se cargaron al Capitán General y echaron la tropa a la calle. Los aviadores cogieron sus aparatos y se fueron a Los Alcázares, donde sabían que no había problemas. El problema era para los de a pie. Setenta. No cabían naturalmente en los aviones, ni había manera de que esperaran ahí, a que los cazaran. Los mandaba el brigada Escobar. Antes de echar a volar le dijeron: coge los camiones y procura llegar a Cartagena lo antes posible. Seis camiones con todo el armamento y parque que pudieron meter en ellos, y la ametralladora. Carretera adelante, llegaron a Adra. Allí los comités les cerraron el paso. No se fiaban. El alcalde dijo que tenía que hablar con el Gobernador de Almería. Lo hizo porque los de teléfonos seguían leales.
—Ves tú: si los teléfonos...
—Etcétera, etcétera.
—Déjale que siga.
—Habló el alcalde con el Gobernador, que estaba cercado en el Gobierno Civil. Bien dispuesto a morir, como un héroe de la República: sin hacer gran cosa. Cuando el alcalde de Adra le dijo de qué se trataba, el hombre vio el cielo abierto, pero como era republicano y naturalmente desconfiado, empezó a preguntarse que qué eran esos hombres que le caían del cielo. Ya había hablado por teléfono con Granada y la sabía perdida. Los republicanos, descreídos, no creen en milagros.
—Y así nos fue.
—Sólo se fían de la legalidad. Habló con Escobar, que estaba negro: «¡Quiero llegar a Cartagena! ¡Debo llegar a Cartagena!»
«Un momento.»
El Gobernador habló con Los Alcázares. Le avalaron a Escobar. Pero en la mente legal del funcionario se alzó una duda: ¿quién le respondía del comandante de Los Alcázares con el que acababa de hablar?
«Un momento.»
Y habló con el gobernador de Murcia. Menos mal que dio con él, después de hablar con el Presidente de la Audiencia. Y volvió a llamar al alcalde de Adra.
«Que vengan. Pero no van a Cartagena sino que se quedan aquí.»
«Eso no es cosa mía.»
Así se salvó Almería[5].
—¿Con setenta hombres?
—Bien armados, en camiones. El Gobernador pidió además que unos aviones de Los Alcázares se dieran una vuelta por allí arriba. Los militares de Almería creyeron que se les venía el mundo encima. Se rindieron.
—No veo de qué presumía tu Escobar. Fue una casualidad en la que entraron muchas otras en juego: hasta los sublevados de Granada.
—Pero ¡quítales a los hombres creerse designados por Dios! Por cierto que al Gobernador de Almería tus amigos los anarquistas le jugaron una sonada y si no es por un jardinero de la condesa de Parcent, no lo cuenta.
—Puesto a contar, sigue. El que habla, descansa.
—A poco de rendirse los militares, fondeó el Jaime I, los mandos de la FAI, y empezaron a obligar a llevar al acorazado víveres como si se tratara de abastecer a una ciudad entera y a poner multas de órdago. El Gobernador consiguió de Madrid que dieran órdenes de que el barco regresara más que de prisa a Cartagena. Allí se investigó y metieron a unos cuantos en chirona. Inútil decirte la que se armó entre la tripulación: salieron dos coches, con unos cuantos bragados, hacia Almería, para ajustarle las cuentas al Gobernador de marras. Menos mal que estaba en Madrid y al enterarse, allí se quedó.
Renunció.
—¿Qué era?
—De Izquierda Republicana.
Templado se ríe.
—¿De qué te ríes?
—Pero supieron dónde vivía y fueron a por él. Lo llevaron a uno de sus cuarteles. Es una manera de hablar. Menos mal que todavía fumaban todos y se olía menos a sudados. Se los iban llevando poco a poco: bien juzgados. Y si no es por un jardinero, que lo conocía, de Ronda -el Gobernador era de allí-, se lo cargan.
—¿Tú crees que así podíamos ganar la guerra?
—¿Por qué no? Cosas peores pasaron en Francia en 93, que diría don Juanito[6] y ya ves.
—Pero allí crearon el ejército. Y nosotros lo hicimos polvo.
—Dirás mejor que fue el ejército el que nos hizo papilla.
—También tienes razón.
—¿Y qué pasó con tu Gobernador?
—Santo Domingo, Panamá —creo— y México. Bueno: México, la capital, no. Era el tiempo en que los médicos creían que su altura afectaba el corazón. Se fue a Cuernavaca, puso un ultramarinos, una tienda de abarrotes como dicen allá, trajo las cosas de España que allí se aprecian: nueces, avellanas, turrón, chorizos, manchego, algunas latas.
—¿Qué allí no hay?
—Sí, pero los españoles dicen que los españoles son mejores. Cuentos, pero negocio. Lo grande es que le reconoció uno del Jaime I que también andaba por allí de achichincle del Gobernador, bueno: de hazme todo un poco. Entre otras cosas de periodista. Y empezó a no dejarle vivir con notas esas sí envenenadas y no el jamón que acusó. Y acusó a los inspectores de Hacienda. Total que le hizo la vida imposible.
—¿Quebró?
—¡Qué va! Los españoles, fuera de España, parecen judíos o alemanes. Alcázar, que así se llamaba el ex anarquista, no contaba con que el ex Gobernador de Almería chamullaba el inglés. Tan pronto como hubo cambio de Gobernador en Morelos —Cuernavaca es la capital de Morelos—, mi hombre puso un hotel para gringos; un hotel muy «colonial» y cómodo y con comida insípida y se hizo rico en medio de un jardín espléndido, con buganvillas, flamboyanes, llamaradas, tabachines, tulipanes, geranios, rosas, claveles, alelíes, nardos, flores de la India, acacias, jacarandas, nochebuenas, rosas de laurel, que es como llaman allí a las adelfas, lirios...
—Para ya, pesado.
—Y publicó su libro.
—Que hay más acerca de aquella guerra que flores por allá.


                                                                     Max Aub.


[1] Brigada Juan Escobar Montoso, del aeródromo de Armilla (Granada). [Notas de Mª Paz Sanz Álvarez]
[2] El gobernador militar de Almería era el teniente coronel Huerta Topete, que recibiría en la madrugada del 19 de julio un telegrama de Franco ordenándole declarar el estado de Guerra, tomar el mando y ponerse a sus órdenes. Mostró una actitud equívoca: por un lado se mostraba partidario de la legalidad, después afirmó que él dependía de Granada y ésta no se había sublevado. Además Huerta mantuvo contacto con el gobernador civil, Peinado, hasta el mismo instante de la insurrección en Almería, el 21 de julio. Finalmente se rendiría ante la amenaza del destructor Lepanto, fiel a la República, de bombardear la ciudad si no se rendían los rebeldes.
[3] Juan Ruiz-Peinado Vallejo, gobernador civil desde febrero hasta octubre de 1936.
[4] César Torres, el gobernador civil de Granada fue asesinado por los sublevados.
[5] La llegada de los soldados de Aviación desde Adra y la del destructor Lepanto, mandado por don Valentín Fuentes, decidieron la situación de Almería en julio de 1936.
[6] Juanito Valcárcel, personaje de Campo de los almendros, chamarilero gran aficionado a los libros sobre la Revolución francesa. En el puerto de Alicante se vuelve loco y pronuncia un discurso subido a una farola (los locos siempre dicen verdad).

No hay comentarios:

Publicar un comentario