jueves, 31 de diciembre de 2015

ROSAS DE INVIERNO.



Quise cortar las últimas rosas del invierno para atesorarlas junto a mi corazón e iluminar mi semblante, pero ellas me clavaron sus espinas en las manos y me las hicieron sangrar. Tras ponerlas en un jarrón, hube de ingeniármelas para extraer las espinas de la carne dolida. ¿Por qué tan hermosa flor -me dije-, no se entrega sino desplegando las diminutas dagas enquistadas en su tallo? Mas, cuando en un principio la tuve entre mis manos, la acerqué a mi pituitaria e inspiré su intenso perfume, y supe entonces que aquel aroma bien valía el sacrificio de mis manos heridas. Reflexioné y entendí que aquello más hermoso es también lo más valioso cuanto más bello e inaccesible y, por tanto, lo que más cuesta conseguir. Contemplé aquellas rosas durante largos minutos que me parecieron una eternidad, como si hubiese caído en el éxtasis de la flor, en la trampa de su amor o en el desvarío de su belleza. 




Rosa helada, rosa en la escarcha, vivo requiebro de la muerte. Ella me desveló el secreto de su hermosura y me revistió de su colorido, en un púrpura intenso. Vi que la belleza es siempre delicadamente frágil y a menudo efímera, más valiosa por tanto; que algo hay en ella que escapa a la humana condición, como si se tratara del aliento celestial y divino reflejado en la naturaleza creada y en las obras inspiradas de los hombres, las cuales pueden ambicionar el logro de tales requisitos, nunca equiparables a los de la naturaleza. Y es que ella supera en todo a las obras de los hombres...










Pasaba el vencedor orgulloso y erguido sobre su cabalgadura, rodeado de sus lugartenientes y de su guardia personal;  iban tras él sus más leales. No cabía más gloria en su persona, ni más honor que el de sus victorias y conquistas, ni más alabanzas que las que se le prodigaran. Él creía situarse sobre hombres y edificios de la ciudad, la cual lo acogía como al héroe que era, se soñaba en bronce adornando una plaza, celebrando su victoria el por siempre invicto. Desde los balcones y las terrazas de las casas, las muchachas esparcían a su paso y al de la comitiva, pétalos de las últimas rosas del invierno y perfumes costosos en día tan señalado. Entre el gentío que lo aclamaba, una niña se acercó hasta él para decirle: "Oh, todopoderoso general, invicto en mil batallas: ¿Podrías ordenar tú a los rosales que florecieran en invierno? En seguida se lanzó sobre ella la guardia personal del aclamado militar para apartarla de su camino, más no evitó que llegara hasta sus oídos la petición de la niña. El resto de la trayectoria, hasta el palacio del emperador, el agasajado y vitoreado continuó erguido y saludando sobre su caballo, el cual iba adornado con los más lujosos aparejos; pero no fue sino entonces cuando cayó en la cuenta de que era sólo un dios con pies de barro.






                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.

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