domingo, 6 de octubre de 2013

LOS RESUCITADOS.



Me cuesta admitir sumisamente que los seres humanos estemos llamados a aceptar nuestra mísera condición de criaturas mortales y efímeras, convocados al vacío final en que hemos de convertir la ofrenda amorosa de nuestros huesos. Tal condición provoca en mí la incitación a una contumaz rebeldía, pues algo dentro de mi ser más íntimo se niega y lo niega. Quizá sea cuestión de terquedad, tozudez, testarudez o como con cualquier otro sinónimo quiera calificársele a una cuestión que ha venido ocupando los más ambiciosos afanes del hombre desde que este tiene conciencia de su ser y estar en el mundo. Con insistencia callada niego lo que una y otra vez me golpea en la mente y se obstina en hacerme ver que eso es así y que nada puede hacerse contra ello, quiera yo o no quiera aceptarlo. Y ando pertinaz en mi empecinamiento de buscar espacios para una parte perdurable de mi ser que haya de estar convocada a la resurrección y a la eternidad. El perseguidor de quimeras. El que se miente a sí mismo para hacer soportable el tiempo y la radical contradicción de la existencia. El que se niega también a aceptar esto último y aun ora al Dios de sus padres con radical disconformidad. Lo cierto es que una cruz nos marca el camino, que a los hombres sólo nos basta extender los brazos en el aire para ser una cruz nosotros mismos, para formarla y hacerla ver a los otros. Cada hombre, una cruz. El hombre fue antes que la cruz y la cruz fue hecha para el hombre; esto es: un hombre es su dolor, el dolor de ser hombre. El desvalimiento, el desamparo, el abandono, la radical soledad de una criatura frente a quien no se apiada del que arrastra el polvo y la sed de los caminos. Y me digo que somos los llamados en la mañana, los convocados a un alba de luz primigenia, los invitados a levantarse y andar como nuevos lázaros. No fuimos creados para la muerte, sino para la vida, y nuestro destino es el de los insomnes, el de los despiertos, el de los sonámbulos persiguiendo quimeras. El de los alzados cuyo cuerpo va envuelto en un sudario. El de los cubiertos de blancas vendas para ser desliadas. El de los abducidos. Fragmentos, partículas, miríadas de estrellas en el firmamento.


                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

1 comentario:

  1. FACIL
    Para Epicuro, el temor a la muerte brota por varios motivos: la angustia por la desaparición del yo, el miedo a los castigos, etc. Sea como sea, el caso es que sentimos pavor ante la muerte. Epicuro se pregunta si tal actitud es racional.

    ¿Qué entendemos por muerte? Sencillamente, la privación de toda sensación. No sentimos absolutamente nada al morir. Pero, en cambio, en nuestra vida, todo bien y todo mal nacen de la sensación. Entonces, si la muerte es privarnos de sentir y la vida es justamente poder sentir, ¿por qué motivo temer a la muerte, si cuando existimos no está presente y cuando está presente ya no existimos y, por tanto, no la sentimos? En palabras de Epicuro:

    "Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros. Porque todo bien y todo mal reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto, el recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida; no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada hay, pues, temible en el vivir para quien ha comprendido rectamente que nada temible hay en el no vivir. (Carta a Meneceo, 124)"

    Por supuesto, Epicuro es consciente de que lo que preocupa a las personas puede muy bien no ser sólo la muerte por sí misma, sino lo que ella genera y su propia expectativa. Pero declara que "es necio quien dice que teme a la muerte, no porque le angustiará al presentarse, sino porque le angustia esperarla. Pues lo que al presentarse no causa turbación [acabamos de ver porqué], vanamente apenará mientras se le aguarda".

    Lucrecio (99-55 antes de Cristo), poeta y filósofo que difundió las ideas de Epicuro en su famosa "De rerum natura", aporta matizaciones: sólo si uno existe y tiene su propia experiencia de un suceso puede determinar, o juzgar, si éste es bueno o malo para sí mismo. Dado que la muerte nos impide expermentar, tal condición no es mala en sí para la persona. Como temer a algo futuro que no es malo es irracional, y la muerte no es mala por lo dicho, Lucrecio concluye que el miedo a la muerte también es irracional.

    Epicuro sintetiza su indiferencia ante la muerte con estas palabras:

    "Así que el más espantoso de los males nada es para nosotros, puesto que mientras somos la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta ya no existimos. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquellos no está y éstos ya no son [...]. El sabio, en cambio, ni rehusa la vida ni teme el no vivir, porque no le abruma el vivir, ni considera que sea algún mal el no vivir (Carta a Meneceo, 125)"

    ¿Hay que temer a la muerte, o sólo es una necedad, un comportamiento irracional que no causa más que angustia y disminuye el placer en vida? Pese a que la muerte nos priva de toda sensación, en efecto, si mientras vivimos no tiene lugar en nuestra existencia y cuando nos llegua ya no poseemos tal, ¿no habrá la humanidad derrochado demasiada energía en temer y preocuparse por algo que no llegamos a experimentar de forma sensitiva y que, por tanto, realmente "no existe"?

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