sábado, 15 de diciembre de 2012

ANTE LA SEGUNDA EDICIÓN AMPLIADA DEL "CANON HETERODOXO", DE ANTONIO ENRIQUE.


El escritor Antonio Enrique (Granada, 1953) ha sacado a la luz la segunda edición de su monumental Canon Heterodoxo, subtitulado Manual de literatura española para lectores irreverentes. Se trata de un volumen de 475 páginas que aparece bajo el sello editorial de Berenice. Una extensa nómina que alcanza dieciocho títulos de poesía, nueve de narrativa (su última novela, Rey Tiniebla, ha sido  publicada también por Almuzara en el presente año 2012) y seis títulos de ensayo (a los que habríamos de sumar los cuatrocientos comentarios de crítica y libros, aparecidos en prensa y revistas especializadas); constituye la extensa bibliografía de la que hasta el presente se ha hecho acreedor este escritor granadino, de tan indiscutible como reconocido talento, y quien de este modo se nos muestra como uno de los más altos valores de la literatura andaluza actual.

Esta edición de Canon Heterodoxo, que reproduce en esencia las características de la primera en editorial DVD (2003), añade un jugoso apéndice de 60 páginas titulado “La hora naranja”, el cual viene a representar un nuevo ensayo donde el autor reflexiona sobre la hora más reciente de la literatura y el fenómeno literario en nuestro país, centrado en aspectos que bien pudieran suscitar debate y controversia; esto es: la utilización del escritor por intereses ideológicos o comerciales o la manipulación de su obra y su memoria (especialmente en torno a la figura del poeta granadino Javier Egea y los llamados intelectuales de izquierda), la literatura convertida en objeto de consumo por las editoriales y los medios de comunicación afines, el silenciamiento de la heterodoxia, la supuesta constante del realismo en nuestra literatura, la polémica entre la poesía de la Experiencia y la de la Diferencia, etc. Por lo demás, el lector interesado en la interpretación del canon de nuestra historia literaria, el cual se nos viene proponiendo de forma sesgada y poco rigurosa en manuales y ensayos que poco o nada cuestionan lo recibido, encontrará en las páginas de este libro un apasionante análisis basado en la búsqueda de nuestra identidad nacional y en el ser de los españoles. Se estima, para ello, que la transición hacia la Edad Moderna (lo que ahora somos) queda fijada a través de tres obras o tres pasos: Las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, La Celestina y El Lazarillo de Tormes. Se refiere a lo que llama líneas de fuerza de nuestra literatura, que arrancan en El Libro de buen amor y prosiguen en obras como La Celestina,  El Lazarillo de Tormes o El Quijote (el autor alude con cierta tristeza a que la generación de internet será la primera que no leerá nunca la inmortal obra de Cervantes). 

El primer capítulo o “tramo”, titulado “Los tambores de la hoguera”, en referencia a los quemados por La Inquisición, analiza cuestiones determinantes de la llamada por Américo Castro Edad Conflictiva, porque en ella nos jugamos en verdad buena parte de nuestra identidad y el ser lo que somos, sobre todo por los decretos de conversión forzada de musulmanes y judíos, de su expulsión y persecución, con la consecuente fanatización y la esquizofrenia social que llevan parejas la ruina económica y el declive político de la nación.
Para Antonio Enrique, como para el maestro Américo Castro a quien sigue, la clave estriba en la convivencia entre las tres culturas que residieron en la península a lo largo de varios siglos: cristiana, árabe y judía; la cual fue erradicada a través de diversos edictos reales promulgados una vez concluido el periodo que conocemos como La Reconquista, llevado a su término por los Reyes Católicos (¿qué reconquista -se pregunta el autor y con él, el lector- puede prolongarse durante ocho siglos y qué pueblo, raza, cultura o religión afincados en un territorio durante un periodo de tiempo semejante no considera a un país como propio después de ocho siglos de residencia en él?), obligando al exilio, a la persecución o a la conversión forzada de musulmanes y judíos, destruyendo la economía y la cultura de un país que inicia así su decadencia social y económica, plenamente instaladas bajo el reinado de Felipe II, pese a la extensión de su imperio.

 Con buen tino, Antonio Enrique nos conduce a través del tema y del problema de la obsesión social por la limpieza de sangre, por las apariencias, el sentimiento de culpa o la sospecha continuada sobre conversos y descendientes de conversos, a quienes vigilará muy estrechamente el tribunal político-eclesiástico de La Santa Inquisición o el Santo Oficio, en torno al que medran fanáticos, delatores y codiciosos de haciendas ajenas. España se desangra con la diáspora, el silenciamiento o la persecución de sus mejores hijos. De ahí que en la Edad Conflictiva, algunas de las obras que forman parte de nuestro canon literario vengan a ser de autor desconocido, nazcan como anónimas o su autor trate por todos los medios de ocultar su nombre, pues bien pudiera poner en peligro su propia vida, dada su acerva crítica a los estamentos de poder. En clave conversa, pues, estaría esa autoría y en esa misma clave pueden interpretarse temática y contenidos críticos con una sociedad intransigente y fanatizada, tanto en lo político como en lo religioso. Si el Libro de buen amor, del arcipreste de Hita, representa el mudejarismo y la convivencia intercultural en el Medievo español, El Quijote es nuestro espejo, ya en los albores del siglo XVII. Así escribe Antonio Enrique al respecto: “Somos hijos de Cervantes más que andaluces, extremeños, gallegos o catalanes. En su medio millón de vocablos y entre sus trescientos personajes todos estamos contenidos. Y todos somos todos, un algo de cualquiera de ellos (…)” (p. 94). Con la trascendencia de esta obra para la lengua y la cultura españolas en el mundo se cierra el primer tramo de Canon Heterodoxo y se inicia un segundo capítulo o tramo que lleva por título “La estrella amarilla”, iniciado significativamente con una referencia al Cantar del destierro, del Cantar de mío Cid.
En este segundo tramo aborda por extenso la significación del Libro de buen amor, del arcipreste de Hita, modelo de convivencia reflejada desde la óptica del mudejarismo, para proseguir con el Romancero y detenerse en significativas muestras del mismo, como el “Romance del Conde Arnaldos” o el conocido “Romance del prisionero”. En poesía analiza esencialmente las aportaciones de Jorge Manrique, en el Medievo, y Garcilaso de la Vega en el Renacimiento; la significación del erasmismo en España, la obra de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y fray Luis de León, para, ya en el Barroco, adentrarse en Góngora, Quevedo y Gracián. Una sociedad, la del Renacimiento y el Barroco, que para el autor queda magistralmente reflejada en los lienzos de Velázquez o de Valdés Leal.

El tercer capítulo o “tramo”, al que titula “La otra orilla”, está dedicado a los siglos XVIII-XIX-XX y en ellos valora la obra y el significado de los autores ilustrados, románticos, realistas y naturalistas, hasta concluir en la Generación del 98. De lo abarcado en este extenso periodo de la Modernidad destaca la relevancia de escritores como Feijoo, Bécquer y Galdós, sobre quien escribe: “La obra de Galdós, por lo pronto, vale, a mi entender, tanto como la del resto de sus contemporáneos toda junta. Galdós es inmenso. Galdós restituye el género novelístico a la dignidad y riqueza en que lo había situado Cervantes” (p. 232); y tras afrontar de manera decididamente crítica la crisis española de finales del siglo XIX y la postura ante ella de los intelectuales de la época, valora especialmente la obra de Azorín, Machado y Valle-Inclán.
El cuarto capítulo o “tramo” se titula “Esterne die” (ayer)” y comienza con la revolución literaria emprendida en nuestra lengua por el Modernismo y la figura de Rubén Darío: “Nada existe en la literatura española anterior a Rubén Darío que se le parezca. Tampoco que lo presagie. Por eso, con respecto a él, no cabe hablar de evolución literaria. Es toda una mutación en nuestra lengua” (p. 281). De él va a Juan Ramón Jiménez y a Machado, los considerados “maestros” de la generación del 27, como en lo ideológico fuera Ortega y Gasset, para adentrarse en la mencionada generación del 27, a la cual valora como “magnífica en su conjunto” (p. 299), si bien estima que existen algunos autores que están “sobrevalorados”. De entre todos ellos se detiene especialmente en la significación de la obra de Vicente Aleixandre. Más tarde unirá a su influencia en las generaciones de posguerra, la de Luis Cernuda. De ahí se adentra en la novela posterior a la Guerra Civil y se detiene inicialmente en La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, para afrontar cuestiones como la del realismo en nuestra narrativa y la del silenciamiento de la novela metafísica por parte de la crítica literaria y los manuales de literatura. Sigue a Gil de Biedma (entiendo que especialmente por su influencia sobre la llamada “poesía de la experiencia”, como en el caso de Cernuda sobre la misma corriente o sobre los poetas del grupo “Cántico” de Córdoba). 


(Antonio Enrique, con Diego Granados y José Antonio Sáez en Albox (Diciembre de 1991)


No ha de olvidarse el lector de que Antonio Enrique pretende suscitar la controversia con su ensayo y, estrictamente, este “manual de literatura española para el lector irreverente” no puede considerarse como una manual historiográfico al uso, pues, aun participando de sus características, no lo es. En ese ámbito de la controversia, el autor no se calla ni se detiene ante las cuestiones que pueden considerarse como más peliagudas y así, al llegar a los Novísimos, dice sobre la conocida antología de José María Castellet: “Y ahora, la confusión, la marejada, el confín de las tormentas: el gran hiato” (p. 344). Proseguía, de este modo, la manipulación de nuestra más reciente historia literaria, donde no faltan críticas, por extensión y concomitancia, al llamado “Grupo de Barcelona”, con Carlos Barral a la cabeza. Del mismo modo, se aborda abiertamente la literatura del nacionalismo vasco y su incapacidad para no ver más allá de sus propios límites; contraponiendo a él la apertura de una antiquísima cultura en el sur peninsular. El capítulo viene a concluir con el análisis de lo que significó la controversia finisecular entre la literatura de la Experiencia y la de la Diferencia, sobre todo en poesía.
Muy útil y esclarecedoras para el lector resultarán las páginas que a modo de “Conclusión” se recogían al final de la primera edición de DVD (2003), pero que ahora anteceden al apéndice inicialmente comentado en esta reseña, el cual está constituido por “La hora naranja”. En ellas hallará, quien así quisiere, el hilo conductor interpretativo de nuestra genética literaria, de sus polemistas y de sus más altos y representativos intérpretes, entre los que se encuentran nombre como los de Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro, Cecilia Bölh de Faber y Alcalá Galiano, Manuel de Revilla y Menéndez Pelayo, etc. Aun así, Canon Heterodoxo no resulta un manual de erudición literaria, sino un ensayo polémico que aborda sin tapujos cuantas cuestiones han determinado el resultado de un canon no siempre bien razonado ni tampoco entendido. Y es que en la heterodoxia radica una de las firmes esencias de nuestra mejor literatura.

                                                                                       José Antonio Sáez Fernández.

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