domingo, 25 de noviembre de 2012

EL TIEMPO QUE NOS QUEDA.


El tiempo... Ese vértigo del que somos conscientes sólo por lo vivido y lo por vivir que intuimos. Somos el tiempo que nos queda: así titulaba José Manuel Caballero Bonald una de sus últimas entregas literarias. Aventurado resulta realizar la afirmación del poeta jerezano; pero lo que sí parece cierto es que al presente somos el tiempo que hemos vivido. Al menos ese legado nos pertenece y de ello queda constancia en nuestra memoria y en la memoria de nuestros semejantes, quienes nos reconocen y lo reconocen. No somos sino una trayectoria, el resultado de una trayectoria en un punto de su recorrido y en la consciencia de su término; la cual ha de quedar en poco, si no es en un lugar que albergue los restos del naufragio que es vivir y mientras no borre definitivamente el tiempo la huella en el recuerdo de quienes nos amaron.

   El tiempo...¡Qué sensación de vértigo! ¡Y de humo! ¡De arena entre los dedos! De agua que se escapa entre las cuencas de las manos que intentan retenerla. ¡Qué sensación de nada tan extraña, tan dolorosamente inaprehendida! Quizás, mientras pudimos conservarla, sólo fuimos la consciencia de lo que vivimos y, aun después de vivido, todavía dudamos sobre si lo vivido fue o resulta un espejismo en la memoria. Una línea de fuga: eso fuimos. Aquella que marca en el firmamento el trayecto raudo del cometa o la estrella fugaz, vista y no vista. Ojos que avistaron, corazón que sintió, memoria que retuvo quizás lo inaprehensible.

   Entiendo que para nuestro dramaturgo don Pedro Calderón de la Barca fuese sueño la vida: una apreciación metafórica para definir el pasmo que es vivir, el sobrecogimiento que nos queda después de dejar atrás lo perdido. Pues, en efecto, somos una continua pérdida (¿qué si no?). Esa sensación envolvente de fugacidad, de puntos que confluyen entre el nacimiento y la muerte en que quedamos atrapados, debe de ser el tiempo. Quizás seamos también eso: viajeros en la nave del tiempo, como quien sube a un tren en una estación y recorre un trayecto para apearse luego al final de su viaje, en su destino; aunque ese viaje prosiga para otros que aguardan también la llegada a su estación de término.

   No creo que sea real el tiempo. No me lo parece. El tiempo no es sino la vaga sensación que queda en la memoria del sucederse de los acontecimientos y la constatación del desgaste de vivir. Una impronta indeleble, la huella o el impacto que aquellos dejaron en nuestra alma. Sólo la muerte nos libera del tiempo y da paso a esa ilusión de eternidad que al presente deseríamos retener, la cual no conduce sino a la nada. Viajeros, pues, de nada y en la nada, aferrados mientras alentamos al "polvo serán, mas polvo enamorado" quevediano.

                                               
                                                                                                       José Antonio Sáez.

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