miércoles, 4 de julio de 2012

EL SEÑOR DEL BOSQUE.

                                (A la memoria de María Zambrano y José Ángel Valente)                                                             

Para el que emerge del interior de la espesura, semioculto entre el tupido ramaje que lo cerca, aquél cuya presencia envuelven los claros del bosque y, como el pájaro solitario, no requiere compañía; el arrogante de sí, el confiado, el soberbio, el transparente y lúcido que recibe la lanzada de los rayos de sol e infunde su calor en el claustro vegetal con el aliento humeante; ése, el seguro en la testuz, que es opulencia y majestad del ser sagrado.
Para el que se interna en el bosque y ramonea las hierbas mejores y más frescas, aquél que en la berrea se enfrenta al adversario, señor de sus sentidos más agudos, a quien siguen las hembras complacientes dispuestas a concebir y engendrar de su potestad. Para ti, dios del bosque, el reino frondoso que gobiernas, señor de los árboles egregios y los jardines opulentos por donde paseas seguro, ajeno y tan lejano al edén periférico. Tú, el conmovido, el experimentado, el dueño de sí y de los dominios que reconoces como propios, el respetado que refleja su imagen sobre el espejo de las aguas en donde abreva y, como Narciso, se contempla en ellas desde el orgullo y la complacencia. Aquél en quien se encarna y en quien toma forma una deidad suprema para mostrarse a otros ojos que escrutan en la hondura a que no tienen acceso los volubles y febles. Fecundo como la tierra fértil y las semillas que en su interior se pudren para hacerse al espacio en busca de la luz que tú posees: el protegido, el impasible, el que deja pasar el aire abundante, el disipado que derrocha en majestad y belleza. Nadie escuchó con semejante claridad tu llamada más íntima, tu invitación solitaria y a resguardo de los ojos ajenos.






Subyugado, prendado, abducido por ti, te seguí en la fronda. Errabas por el sendero que conduce hacia el centro de ti mismo y saliste en mi busca, aun sabiendo que lo externo te haría vulnerable. Te asomaste a mi abismo, donde el bosque delimita sus fronteras urgentes, y mostrabas con orgullo tu semblante, menospreciando el avistamiento ajeno. Eras como el alado doncel de las llanuras oteando sus pastos. Allí te vi pacer, rumiando hierbas nuevas que codicia el olfato y son delicia al paladar gustoso. El don de tu ebriedad eras tú solo, magnífico galán del sotobosque. ¡Qué gallardía en tus patas más firmes que columnas y qué fuego en tus ojos de carbón llameante! Rítmico el palpitar del corazón en el pecho, tambor de los danzantes, agitado el aliento y aún sereno. ¿Acaso me buscaste por aquella ensenada desde donde avistabas la insinuante ladera cadenciosa por ver si aparecía? En ti fijé mis ojos, perfil que me adicionas, y escuché tu berrido como olifante que suena alertando al vigía, retumbando en los cielos, tronando en el silencio. Tras de ti se inclinaba, servil, el bosque enamorado; pues tu presencia duele y tu ausencia se hace insoportable.






Allí fue la berrea y acudieron galanes cortejando a las hembras. ¡Salta, trota, disponte ciervo ligero, gamo del límpido herbazal y los claros del bosque acorralado! Te lanzaste en el ruedo aprestando embestidas con tu carga elocuente. Ellas, las sorprendidas, entendieron entonces quién era el elegido, el llamado a cubrir en su vientre el vacío que las haría fecundas. Nunca la tierra yerma concibió en sus entrañas. Tus rivales, medrosos, huían de tu celo dejando a su paso el polvo y el quebranto. Sólo tú me venciste y me dejé ganar por tu alarde en el lance. ¡Qué me diste a beber aquel día, cuando entre los remansos del río o inmerso en la corriente, refrescaba mi rostro besado por las aguas! Pues allí insinuaste lo que yo presentía y me engolosinaste. Ahora ya no vivo si no salgo a tu encuentro, galán del bosque umbrío que tan caro te vendes y sólo a quien tú eliges le muestras tu figura, le haces gozar de ti; pues lo roza tu aliento y, postrado a tu porte soberbio, se abandona a tu forma; nulas sus facultades, nula su voluntad y el intelecto, nulo.


                                                                                       José Antonio Sáez.

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