miércoles, 25 de julio de 2012

EDÉN DE LAS CENIZAS (Cabo de Gata).



(Fotografía de Luis Muñoz Almagro)

Cuerpo amortajado. No hay más luz que tu desnudez. Carne envuelta en los sudarios con que remontas la oscuridad y la noche. Tumba del cuerpo que reposa entre la languidez y el abandono. Así el paisaje entregado a esta luz que hiere, así las cadenas montañosas, así las calvas sierras, los montes del desierto; así los valles coronados de hermosura y pobreza, los oasis ocultos de palmeras feraces, así el palmito y los ocres, así la vasta extensión de la tierra humeante que deviene, extenuada, hasta el mar... De tu fragilidad, tu hermosura: allí donde la belleza es una con el cielo y las aguas. Carne desprovista de su atuendo, cuerpo expuesto sin rubor a los ojos, exhibido en su solemne desamparo bajo las notas de un réquiem. Ah de los cabellos ensortijados y los penetrantes ojos que miran con amor el espacio que incuban, y los brazos que ciñen avariciosamente el mar, y las dunas de los senos, y el vientre de la tierra que aún se sabe fecundo, y la llaga anhelante del deseo, y los muslos por donde se deslizan peces escurridizos en la cópula loca de los cuatro elementos: la tierra, el fuego, el aire, el agua...



(Fotografía de Luis Muñoz Almagro)



No, no es la tierra quien aquí se impone. Ni siquiera el mar distante que golpea persistentemente los acantilados, ni  las rocas lamidas en su condena por las olas, ni las piedras delicadas del fondo o de la playa, ni tampoco es la ventisca que pule caprichosamente las formas esculpidas de la vertiente barriendo el polvo que ciega, como la luz, al osado viajero que se interna en este círculo de fuego y de cenizas. Pues has venido a perderte, revelaré yo el secreto: El señor de este sitio, el dios soberbio que gobierna sin piedad el lugar de que hablo no es otro que el Sol que lo devora antes de entregarlo. Celoso él mismo, guardián de su criatura, cancerbero aguerrido que acorrala su presa antes de que deponga su actitud y venga a ser compartida. Este espacio fue sin duda un edén: lo es también ahora, cuando ya las cenizas volcánicas cubren las laderas de los montes que vienen a entregarse al mar como doncellas en la adolescencia. Hasta sus playas llegan voces antiguas, gritos de titanes y comerciantes lejanos que, en el inicio del tiempo, se rindieron a ellas. Toca el dedo de un demiurgo terrible la tierra ardiente, el quemado espectro del rostro perseguido bajo el espejo del firmamento. El cielo y el mar: lunas de azul intenso, ambos en variada gama de azules traslúcidos como piedras deslumbrantes. Algo sobrecoge el ánimo y, al mismo tiempo, hace partícipe al corazón de un gozo inefable.



(Fotografía de Luis Muñoz Almagro)



En la playa, apenas unas aves surcan medrosas el aire ardiente. Semejan blancos trazos de un lienzo que se agita, puesto a secar al sol. Un único pájaro picotea el fruto quemado de una pita, cuyo cadáver nutre ahora el polvo llameante. Las alzabaras alardean de un falo que emula el priapismo. Donde alcanza la mirada, la cal de las paredes pone freno a la luz, la absorbe y compite con ella. Una casa en soledad es la vela de un barco sin su mástil o el ala incorpórea de un ave marina; las ruinas, su esqueleto. Solitarias, difuntas, sus paredes como cuerpos de náufragos arrastrados por la marea, vapuleados por las ondas de un delirio que hace vibrar el aire en la ardentía. Hasta llegar al mar, la tierra extiende su agonía anhelante. En los montes cercanos, la lava de volcanes dormidos petrificó deseos, huellas de atrevidos viajeros que hasta allí buscaron prolongar su osadía. Nada ata a los cuerpos en el vacío y algo inefable hace brotar las alas, proporciona ligereza y empuja al cristal del aire, del cielo y de las aguas que los dotan de alivio en este edén de las cenizas. Y se saben los cuerpos impelidos hacia calas secretas tras los acantilados. Cuerpos emergidos que se precipitan y se atropellan sin descanso. Cuerpos ya libres, depositados por las olas sobre la delicada arena de las playas, donde terminan el mundo y los deseos.


                                                                                         José Antonio Sáez.

(Fotografía de Luis Muñoz Almagro)


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