¡Qué
inútil este acto de sentarse cada día a escribir! ¿Para quién se escribe? ¿Hay
alguien que nos lea con el interés, la voluntad, la capacidad y el amor que pusimos
en este empeño baldío, en esta brutal necesidad que sentimos por respirar para
no ahogarnos en nuestra propia sangre, para no mentirnos más de lo debido o sentarnos a
escuchar en medio del fango que nos rodea? No hay mayor solitario que el escritor. Nadie más abandonado a su soledad, que es la de todos y cada uno de nosotros. La soledad es la marca de Caín sobre los ojos, la frente y el corazón del escritor.
Escribimos
porque nos estamos muriendo lentamente, porque sentimos el paso del tiempo huir
de nosotros con el vértigo de que somos conscientes de ello, porque vemos pasar
la vida sin pena ni gloria, envueltos en la rutina de cada día y a la espera de
que algo nos caiga del cielo. He aquí al que se da cuenta de que vive porque
respira y constata que aún no se ahoga y le duelen las vísceras de saberse amenazado
a cada instante o por tener su vida pendiente de un hilo. Y lo que es más:
saber que la de los suyos, aquellos a quienes más ama, también está sujeta a la
misma condición frágil, efímera y quebradiza, cuando se grita hasta enronquecer
que el amor debería ser inmortal y eterno. Quizá acabemos aprendiendo a aceptar, al final, la caducidad, el desgaste y la muerte, como quería María Zambrano.
Escribimos junto a la ventana para asegurarnos de que hay luz y de que corre el
aire, de que otros sonidos son posibles en la oscuridad y en la soledad que nos
atenaza, sonidos que bien pudieran ser solidarios en nuestra desvalida y desamparada condición, la cual se niega una y mil veces a extinguirse, a desaparecer
como si nunca hubiera existido.
Escribimos,
digo yo, para encender antorchas en mitad de la noche, para lanzar bengalas o
hacer señales de humo, por si acaso alguien las avista y acude. ¿Para quién son
visibles nuestras señales de socorro? ¿Quién las divisa o tiene conciencia de
ellas? Tantos seres humanos gimiendo en el interior de la caverna, tantos
encerrados, abotargados, dolientes y desesperados a los que nadie escucha, si no
es quien, sentado a su mesa de escribir, rumia en silencio las horas del día y
de la noche para no sucumbir a la desazón que lo embarga. Ese que necesita del
silencio para oír lo que nadie oye, pero que sumergido en el silencio despliega toda su ineficaz
elocuencia. El que se desangra por dentro en una hemorragia interior que acaso
ningún galeno detecte. Pero es que se está muriendo el mundo y el ser humano
está herido de muerte. Escribe de verdad y no se engaña quien siente la necesidad de alertar,
de despertar conciencias, de agitarlas y zarandearlas, de avisar a sus semejantes de la hecatombe que se
avecina. Quien ve en sueños, pero ve también a plena luz del día y no acierta a
provocar la reflexión en aquellos que pasan por su lado ignorándolo, tan ciegos, tan sordos, tan incapacitados.
José Antonio Sáez Fernández.



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