martes, 17 de abril de 2018

LESA HUMANIDAD.





   El azar se confabuló para que tú, precisamente tú y no otro, entre infinitas posibilidades, vinieras a este mundo. Fue el azar quien dispuso que tú estuvieses aquí y ahora. Contigo trajiste tus genes y probablemente, tu misión no fuera otra que dejar aquí tus genes: lo mismo que hicieron tus padres en pro de la perpetuación de la especie. Sin duda es éste el sentido primero y primigenio de nuestro paso por este mundo. 
   Pero los seres humanos somos mucho más que el instinto de supervivencia de nuestra especie, y he aquí que llegamos al mundo totalmente dependientes y demandamos amor, además de alimento y cuidados. Esa amalgama de emociones, entre las que figuran los afectos, contribuye decisivamente al desarrollo equilibrado de nuestro cerebro y resulta decisiva, igualmente, para el desarrollo futuro del ser humano. Conviene, pues, que para amar y ser amados, venimos también a este mundo desabrido y cercado por el desamor de los seres humanos entre ellos, en relación con las demás criaturas y el medio en que vivimos. Por amor se crea. Por desamor se destruye. El amor es fecundo. El desamor, como la serpiente, se arrastra por el polvo del desierto y se oculta entre los matorrales para no ser denunciado públicamente. El amor es franco y va de frente. El desamor es traicionero y es también la mano que sujeta la daga escondida. 

- ¿Qué es lo que quieres de mí? -preguntó la señora a su sirvienta. 
- Que me quiera, señora, -contestó ella, quien durante tantos años la había servido con lealtad y devoción.

   Cariño, y no otra cosa, buscamos y demandamos. Querer y que nos quieran. No hay, pues, un ser más desgraciado que un hombre sin amor, ni trae nada al alma mayor pesadumbre que la soledad y la ausencia de amor. Parece evidente que fuimos creados para el amor. No hay criatura que sienta mayor orfandad y desamparo que el ser humano. Su desvalimiento resulta proverbial. Y es que sólo el amor nos salva y por él, con él y en él sobrevimos. Somos, sí, los supervivientes del desamor, de manera que los seres humanos sólo adquieren su verdadero sentido y dimensión cósmica cuando andan en amor. Nuestra capacidad de amor no es medible ni cuantificable, pero somos conscientes que, por circunstancias y convenciones morales o sociales, sólo hacemos efectiva esa ilimitada capacidad de amor en muy pequeña medida. Ah, si los seres humanos pusiésemos en circulación toda la capacidad de amar que nos fue conferida: el mundo sería muy de otra manera y nosotros las criaturas más afortunadas de la creación. No existe nada que haga más digno al hombre que cuando ama y es amado, nada que lo haga más alto e inalcanzable entre todas las criaturas. Porque sólo quien ama, vuela y el hombre es un dios cuando ama y se siente querido. El amor humano no es sino un anhelo del celestial y divino. Una aspiración a ser, aunque siempre nos quedemos a medio camino y al final no lleguemos a alcanzar lo que tanto ansiamos.


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



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