sábado, 1 de agosto de 2015

LA EXPERIENCIA DEL DOLOR.






                                                                                 Para Jesús y Pilar, en este trance. 

Sólo el dolor. La experiencia del dolor. ¿Qué existe con más propiedad que el dolor para conducir a un hombre hasta su más íntima esencia? El dolor nos vuelca sobre nosotros mismos y nos induce a caer del pedestal en donde el sueño de la realidad nos había ubicado. Nada como el dolor para hacernos ver lo que somos, nada como la nítida lucidez que nos proporciona para mostrarnos una nueva dimensión de nosotros mismos. En el estado de indefensión y de desvalimiento en donde nos sitúa el dolor es en donde los hombres empiezan a entender su condición. Sólo inmersos en el dolor vemos con meridiana claridad, tras la leve transparencia de la luz, la intangible cortina de la luz, que es el aliento en los dedos y sobre el lívido rostro. Varón de dolores te engendré y esa fue tu condición mientras deambulaste por este mundo. Por el dolor descendiste de tu arrogancia y viniste a dar en el polvo a donde caíste. Como Saulo, cegado en el camino de Damasco, viniste a dar con tus huesos en el suelo, tras caer del caballo, sin entender por qué o quién te arrastraba a ese destino de desolación y desamparo.
Navegas en la barca del dolor y entre las blancas sábanas de una nave cuyas velas envuelven tu cuerpo malparado o vendan tus heridas. Eres el hijo de la bajamar que pinta de blanco las paredes de la casa deshabitada y eres la red difunta de los peces, el vuelo inexplorado de los pájaros. Eres también la experiencia de las lágrimas. No hay nada en ti que logre erguirte de tu postración, nada que logre levantarte del lecho en donde yace tu cuerpo extendido como el llano dispuesto a ser roturado por el arado que en él se hunde y te prolonga. Eres la experiencia de la fragilidad, el endeble y quien se tambalea titubeando. Eres el que alza los brazos y ruega una indulgencia para hacer soportable su dolor; el que suplica, la carne rota y el grito quebradizo. El que llora y se desespera y el que pierde el sentido, la noción del tiempo y de los días... Y eres el desconsuelo, el desconsolado que suda lágrimas de sangre en su oración del huerto y solicita auxilio para que, si es posible, pase de él un cáliz de amargura en que habrá de beber. Ese que ruega al ángel que lo conforta y se aferra a sus manos, resistiéndose a sucumbir en un abismo ciego.
Del dolor venimos y vamos hacia el dolor. Él nos muestra el sendero obligado por el que hemos de conducirnos. Los seres humanos no conocemos otro camino que nos venga dado por nuestra condición. Por ella supimos que el dolor puede ser fecundo y engendrar en nosotros una rara luz que nos atraviesa el alma como un dardo intangible. También el dolor, cuando lo superamos, hace grande a quien lo padece y puede ser una bienaventuranza.


                                                                      José Antonio Sáez Fernández.



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