Veo una cierva
que surge de la espesura del bosque para abrevar en la cuenca de tus manos y tú
le ofreces el agua clara que se derrama generosa sobre la hierba húmeda. Su
lengua lame las palmas de tus manos y tú la dejas hacer a su antojo mientras
bebe de las últimas gotas el agua dulce de las marismas inundadas, allí donde
se funden la mar oceana y el gran río del Sur. Oculto, entre la maleza, la
espío y no me atrevo a parpadear con los ojos en la plenitud del asombro para
no provocar su suspicacia. No lejos Habidis, criado con la leche de la cierva,
y su padre Gárgoris, el apicultor.
Veo a los jabalíes con sus rayones
hociqueando entre las raíces de los pinos sagrados y los arbustos que les
ofrecen silvestres frutos comestibles. Su madre vela en torno a ellos y les
muestra estrategias de fuga o encubrimiento.
Veo a las ánades reales y a los ánsares
comunes que sobrevuelan el carrizal o caen desplomados sobre el agua plateada
para señorearse de su placidez, y nadan dibujando en la superficie discretas
ondas con destreza. Veo a otra madre pasear con sus crías nerviosas y
disciplinadas, en correcta formación.
Sospecho, acaso, la visita del lince furtivo
olisqueando la pista del conejo o la rauda liebre estilizada y a los flamencos
y a las garzas hundir su pico en el limo, alzadas cañas sus patas quebradizas.
Y veo a los caballos libres e indómitos chapoteando en el agua, correteando en
sus lances y juegos o pastando en la hierba crecida, mientras se disputan las
yeguas alazanas o las cortejan en los límites del reino de Argantonio, el
hombre de plata. A lo lejos diviso la descomunal figura de los bueyes oscuros
del gran Gerión, dispersos sobre las lomas levemente empinadas de las dunas
móviles. Y veo contigo, Juan Drago, a los antiguos reyes de Tartessos mostrando
sus dominios a los visitantes pacíficos con los que comercian, venidos de la
Hélade o del otro lado del mar de Tiro en sus naves ligeras, con tan raros
productos que deslumbran tus ojos y despiertan su fama más allá de las columnas
de Heracles.
Todo tu reino un edén, vergel donde los
dioses bajan a sestear con los humanos en las tardes más cálidas del bochornoso
y agobiante estío. No fuera el paraíso otro jardín que éste de Doñana y no
avistara yo otro lugar que no fueran los altos nidales de los grandes árboles
que llaman pajareras, donde recalan las aves que vienen cada año a tener sus
crías en este jardín extremo en que abunda el alimento y el clima es tan grato
que invita a la dulce placidez. Ningún lugar mejor para el amor que estas dunas
que van a dar a la marisma y sientan su señorío tan cercano al pinar.
No vieran los reales ojos de los viajeros
semejante colonia de aves sobrevolando tu reino, ni tal cúmulo de peces en el
agua transparente, ni sus oídos oyeran parecida algarabía de pájaros en el
cielo azul que deleita. Ellos no vieron nunca el amanecer sobre las marismas,
mientras caminaban remontando las dunas; ni al sol ponerse, anaranjado y rojo,
con ribetes de oro puro en las esclavas del gran señor de Tartessos.
No conocen ellos tu
privilegio, pero tú vas y te revelas como el iluminado por dentro, como el
lúcido y el clarividente y el bienaventurado señor de Doñana. Tú, el
privilegiado, el que entiende el lenguaje de la oscuridad y lee en las
tinieblas sus sonidos; el arrebatado, el que ha bebido en la crátera el vino
mezclado con agua que despeja la frente ceñida por una diadema de oro,
revestida de piedras preciosas; el que calza sandalias y se despoja de ellas
para pisar la tierra sagrada de sus antepasados. El que escribe indescifrables
signos en tablillas de metal que templa en sus fraguas y hornos. El de hermosas
y blancas vestiduras, el poeta, el loco, el enamorado... Aquél a quien los
dioses invitan a su mesa y comparten con él los frutos de una tierra pródiga en
bienaventuranzas.
Larga vida a ti, señor de los mitos
gloriosos de Tartessos, pues tu nombre surge de la noche del mundo y perdurará
en las inscripciones labradas en bronce fundido hasta el confín de los tiempos.
José Antonio Sáez.
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