domingo, 29 de marzo de 2015

GUÍA DE PERPLEJOS (XII).





SURA QUINCUAGÉSIMO SEXTA.

Cada día pongo mis brazos en cruz, tomo mis medidas y me hago a la calle, por si encontrara algunos maderos de mi talla. En la Vía Dolorosa, una mujer me avisa de que la mía va conmigo a donde yo voy. Después me sigue hasta que caigo y me extiende con amor su brazo para levantarme del suelo. Las piedras han herido mis rodillas. Pero es que has de saber que yo no notaba el peso de la cruz que ella veía hasta que vino a caer sobre mis hombros. Ahora sé que vivir es cargar con esa cruz invisible cada día y que ella nos redime del lodazal del mundo.


SURA QUINCUAGÉSIMO SÉPTIMA.

Me censuran porque unjo tu cabeza con perfume costoso. Hablan mal de mí ante tu presencia porque me ven llorar sobre las plantas de tus pies y porque las seco con mis cabellos ondulados. Dicen que “malgasto” una notable suma en aromas superfluos. ¡Qué saben ellos de la carne que ciega con la luz que despide, de los cabellos ensortijados que con adoración y vehemencia beso, y qué sabe nadie de la pasión con que corro a tu encuentro; ay, amigo, amado mío, muerte mía, ven a mí, pues me desangro!


SURA QUINCUAGÉSIMO OCTAVA.

Si me dieras a ver tu rostro, no lo soportaría. No lo descubras ante mí, porque bien pudiera sobrevenirme la demencia. Séanme dados únicamente tus ojos, tus ojos de gacela, solos. Tus largas pestañas y tus cejas, oh Diana cazadora, tus pupilas rasgadas como almendras, espejos del cielo y el mar donde se miran los desconsolados. En el agua de tus ojos de azul turquesa viene el sediento a calmar la sed de su congoja y el enamorado hunde en sus entrañas la daga que lo aflige.


SURA QUINCUAGÉSIMO NOVENA.

¿A quién silbas, hondero que tan alto lanzas las piedras de tu honda? No llegará hasta el cielo tu silbido; ni siquiera en las nubes que pasan se hundirán tus guijarros. “Estoy herido de amor –dijiste-, y no encuentro el camino para llegar a aquel por quien me desespero”. Ayer fijabas tu vista en las estrellas y buscaste resquicios de ternura entre las sombras de la noche: ¿Acaso diste con la presencia perdida que reclamas o fuiste a dar, extraviado, de nuevo con la nada?


SURA SEXAGÉSIMA.

Cuando bebí de tu boca, vino a mí el temblor que sacudió mi cuerpo todo y me hizo flaquear. Me pareció que en un instante la muerte se volcaba sobre tus labios de frutas lívidas y rosadas; a la par que yo no accedía a despegarlos de los míos, por fuerza superior alguna que viniese de este mundo o de otros ajenos. Fueron instantes en que no supe bien en donde estaba, si me latía el corazón o si había salido de mí. Dulce fue la muerte que bebí aquel día y desde entonces no vivo si no bebo la muerte aquella que me diste.



                                                                     José Antonio Sáez Fernández.


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