miércoles, 30 de octubre de 2013

ABU GHRAIB (IRAK).






(Al pintor colombiano Fernando Botero)



Porque un hombre puede degradar a otro hombre,
vejarlo, reducirlo al estadio inicial del gusano,
escupirle, aplastarlo con sus botas feroces,
crecidas en la villanía de su más alto estatus.
Porque un ser humano podría reducir a un semejante
y negarlo, renunciando a su condición,
abdicando de su primogenitura por una escudilla de altramuces,
olvidándose de que otro y uno, aunque lo pretendieran,
nunca conseguirían renunciar a la más alta dignidad
que su condición por cuna les confiere.
En el presidio de Abu Ghraib, los soldados torturaban  a los presos,
vejándolos hasta degradarlos a la suerte más baja del reptil
que se arrastra por la tierra protegiendo su cuerpo
de los golpes más crueles y tormentos atroces,
mendigando clemencia a sus captores entre los detritus y el lodo,
reducidos a escombros en su insignificancia.
Los perros adiestrados sabían muy bien cómo hacer su trabajo
y cumplían las órdenes de quienes los instigaban a morder sin clemencia.
Un sospechoso fuera entonces desecho, quizás una piltrafa,
el pingajo que cuelga sostenido en el aire,
quizás la escupidera o también la letrina que alivia a sus captores.
En Abu Ghraib, los despiadados e invictos
daban tortura a los vencidos con las manos sujetas a la espalda
y los pies unidos por las cuerdas en corto:
la carne roja, mordida, amoratada, la carne violentada,
escarnecida, un cuerpo menor que su ignominia.
Por Abu Ghraib nuestro bochorno clama entre los gritos
que rompen el silencio de la noche insomne de los guardias;
nuestra vergüenza ciega los ojos vendados ante las manos
que aplican sin clemencia la tortura contra los indefensos.
Rugió la bestia de nuevo en su cubil de espanto
y clamaron, sonoras, las trompetas del Apocalipsis
invitando al derrumbe de cuanto, en el tiempo, erigiera la especie.
Amenazante, la bestia se irguió sobre sus zarpas,
sobre los osarios de los sin nombre y los cuerpos vejados;
allí, en lo más oscuro de la conciencia ausente,
todos fuimos vencidos, todos nos remontamos al origen precario
del carnívoro homínido que celebra el festín sin lavarse las manos.
Por eso reclamamos al animal de presa,
le pedimos audiencia entre los feroces aullidos del aquel depredador
que reclama el trofeo conseguido en la guerra.


                                                  José Antonio Sáez.



miércoles, 23 de octubre de 2013

PLANTO.






Soy el abandonado, quien va dejando atrás el lastre de sus pasos. Acaso algún mastín olisquee entre cardos el aliento que dejan mi llanto o mis plegarias. Soy el que fue perdiendo cuanto cupo en sus manos, el que se abraza al aire y estrecha su vacío. Soy el que anda perdido, el que no fue ganado, el que va tropezando y, ladera abajo, rueda entre los peñascos; el que se deja hacer por el agua del río, el pulido, el de aristas, sólo un canto rodado, una piedra que pudo ser umbral o dintel y quedó entre ruinas de una deshabitada estancia. Me veis a lo lejos, siempre estoy alejándome, caminando entre huertos, arrabales o arenas que van a dar a la mar, junto a playas desiertas donde van a morir las olas que vienen a lavar las plantas de mis pies polvorientos. Soy el que va de paso, el que no se detiene, quien  ha de echar raíces en espacios vacios, soy de ninguna parte y no tengo otro sino que las sombras de la noche, donde se guarecen las alimañas. Soy el que va perdiendo, el que cede al empuje del tiempo huracanado, el que no recompone su vasija maltrecha, quien vela en la luz y en las tinieblas permanece de guardia por si llegara ella, la que no tiene nombre, la hermosa que te invita al frío del abrazo, la que danza y se insinúa ante ti, cautivadora. Acaso sea aquella, la de tan dulce rostro, cuyas formas perfectas adormecen al tigre y gritan desde los laberintos que se asoman a los acantilados, la gran matrona que guarda luto por los naufragios que han de entregar al fondo del mar sus ahogados, la cuota fija de los suicidas, el desamor del mundo, la orfandad de quienes vierten sus lágrimas sobre la tierra heroica. Soy casi nada, ya veis, esto que no es nada y en nada se diluye. Aquel que se oculta tras el horizonte. El que llevan las gaviotas prendido de su pico. El que se desvanece. El que claudica y se rinde. Aquel que se arrodilla y, sus ojos a tierra, os demanda el perdón. El que ya es polvo y luego será nada.


                                                                     José Antonio Sáez Fernández.

domingo, 6 de octubre de 2013

LOS RESUCITADOS.



Me cuesta admitir sumisamente que los seres humanos estemos llamados a aceptar nuestra mísera condición de criaturas mortales y efímeras, convocados al vacío final en que hemos de convertir la ofrenda amorosa de nuestros huesos. Tal condición provoca en mí la incitación a una contumaz rebeldía, pues algo dentro de mi ser más íntimo se niega y lo niega. Quizá sea cuestión de terquedad, tozudez, testarudez o como con cualquier otro sinónimo quiera calificársele a una cuestión que ha venido ocupando los más ambiciosos afanes del hombre desde que este tiene conciencia de su ser y estar en el mundo. Con insistencia callada niego lo que una y otra vez me golpea en la mente y se obstina en hacerme ver que eso es así y que nada puede hacerse contra ello, quiera yo o no quiera aceptarlo. Y ando pertinaz en mi empecinamiento de buscar espacios para una parte perdurable de mi ser que haya de estar convocada a la resurrección y a la eternidad. El perseguidor de quimeras. El que se miente a sí mismo para hacer soportable el tiempo y la radical contradicción de la existencia. El que se niega también a aceptar esto último y aun ora al Dios de sus padres con radical disconformidad. Lo cierto es que una cruz nos marca el camino, que a los hombres sólo nos basta extender los brazos en el aire para ser una cruz nosotros mismos, para formarla y hacerla ver a los otros. Cada hombre, una cruz. El hombre fue antes que la cruz y la cruz fue hecha para el hombre; esto es: un hombre es su dolor, el dolor de ser hombre. El desvalimiento, el desamparo, el abandono, la radical soledad de una criatura frente a quien no se apiada del que arrastra el polvo y la sed de los caminos. Y me digo que somos los llamados en la mañana, los convocados a un alba de luz primigenia, los invitados a levantarse y andar como nuevos lázaros. No fuimos creados para la muerte, sino para la vida, y nuestro destino es el de los insomnes, el de los despiertos, el de los sonámbulos persiguiendo quimeras. El de los alzados cuyo cuerpo va envuelto en un sudario. El de los cubiertos de blancas vendas para ser desliadas. El de los abducidos. Fragmentos, partículas, miríadas de estrellas en el firmamento.


                                                                                José Antonio Sáez Fernández.